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Venezuela ya no tiene Parlamento. El Tribunal Supremo de Justicia le quitó sus facultades a la Asamblea Nacional. El máximo órgano judicial, funcional al  gobierno, justificó la decisión porque habían jurado como legisladores tres opositores cuya elección fue cuestionada por el oficialismo.

Parlamentarios que le hubieran permitido a la oposición contar con una supra mayoría para hacer reformas, detener medidas y hasta remover autoridades. “Un autogolpe de Estado”, como lo definió la OEA, condenado por gobiernos de todo el mundo y que marca la cúspide de una larga cadena de atentados a la democracia, la división de poderes y la libertad de expresión.

Porque una cosa es que un gobierno sea electo democráticamente y otra que ejerza el poder de esa manera. Y sin un Congreso en funciones, no hay democracia posible. Cuando se arrincona y elimina la posibilidad de actuar de la oposición, muy revestidos de legalidad estarán los actos, pero eso es atentar contra todo espíritu democrático.

Es que tras la derrota del oficialismo en las elecciones parlamentarias de fines de 2015, el régimen, aliado con el poder judicial, ha impedido que se realicen el referéndum revocatorio y la elección de gobernadores. Y con ello se ha bloqueado la única salida pacífica a esta crisis: la de los votos. Como alguna vez dijo un ilustre venezolano: hay que escuchar la voz del pueblo.

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